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En octubre de 1994, 14 hombres entraron al Banco de la República de Valledupar y, sin disparar una sola bala, se llevaron el equivalente a US$45 millones de hoy. Fue necesario cambiar el papel moneda y el exgerente de la sucursal asaltada estuvo en la cárcel durante 33 meses, aunque es inocente. Sigue reclamando justicia.

Hace 25 años, entre el 16 y 17 de octubre de 1994, se ejecutó el mayor robo de dinero en efectivo que haya ocurrido en el país, en la sucursal del Banco de la República de Valledupar. Fueron $24.072 millones de la época cuyo hurto generó traumas en el comercio, temor por las repercusiones en la economía, investigaciones, debates en el Congreso, capturas —incluso de inocentes— y condenas. Fue un escándalo que solo pudo ser superado por el proceso 8.000 y del que quizá no se volvió a hablar con la magnitud que amerita.

Catorce ladrones irrumpieron en la bóveda del banco, en donde se guardaba dinero emitido y sin emitir. Lo lograron entrando un camión, a plena luz del día en la mañana del domingo 16, con la participación del encargado de la seguridad del edificio, Winston Tarifa. La fechoría les tomó alrededor de 20 horas y finalmente se llevaron un botín equivalente a unos $160.000 millones de hoy (unos US$45 millones), del que, sin embargo, cerca de 75 % eran billetes sin emitir, es decir, papel al que no se le había dado el valor del dinero a través de un acta del Banco de la República.

En las primeras horas después de conocida la noticia, se especuló que el robo había sido de $1.000 millones, máximo $10.000 millones. Eso sí: era prácticamente seguro que el hurto habría sido imposible sin la complicidad de empleados del banco. Lo que la prensa calificó como “hermetismo” en la información oficial, según Marco Emilio Zabala, exgerente de la sucursal asaltada, fue realmente producto de la orden que recibió de no hablar con los medios de comunicación. Todos estaban frente a un hecho sin precedentes.

Zabala recuerda que era un fin de semana con puente festivo. El lunes 17 estaba descansando en su casa, cuando, pasada la 1 de la tarde, recibió la noticia de que algo raro había pasado en el banco, de boca de Héctor Fabio Grajales, jefe administrativo de la regional. En ese momento, la policía también sabía. Durante el día que les tomó a los ladrones llevarse el dinero, debió haber habido dos cambios de turno en la seguridad para relevar a Tarifa. Sin embargo, ambos guardias fueron amarrados. Uno de ellos pudo escapar y comunicarse a través del cristal que daba a la calle.

Una vez las autoridades pudieron entrar al banco, todo parecía normal, salvo por el olor a quemado, cuenta Zabala. Lo primero fue descartar la supuesta presencia de explosivos, con los que habían amenazado a los guardias de seguridad. De hecho, por eso tomó más tiempo recuperar el control del edificio: el guardia que había logrado escapar se negaba a buscar la forma de abrir por el temor a alguna detonación, relata el exgerente. Después de recorrer la parte administrativa, bajaron al sótano y se estrellaron con una escena que Zabala define como “dantesca”

“Encontramos un caos general, un desorden en el que se apreciaban herramientas, equipos, tanques de acetileno, ventiladores, en fin. El área estaba inundada. Y un silencio sepulcral. Se observaba la bóveda perforada por la puerta auxiliar y se notaba que se había dado un asalto y que se había sustraído el dinero”, dice. La Fiscalía, la Policía y personal del banco que llegó desde Bogotá, asumieron la investigación y empezaron las labores para determinar cuánta plata se habían robado. Zabala siguió con sus funciones habituales y el banco abrió al día siguiente.

Mientras tanto, en el resto del país comenzó la confusión. Como se había dicho que más de $18.000 millones estaban sin emitir, las autoridades pidieron a la gente no recibirlos, pues no tenían ningún valor, y el Banco de la República publicó una tabla con las fechas de edición y números de serie de los billetes vallenatos. A los bancos, por otro lado, se les pidió decomisar las piezas robadas que encontraran, algo que la Asobancaria dijo que no podían hacer sin una orden judicial, que llegaría días después. El gremio también dudaba de la tesis de que los billetes no tenían ningún valor.

El miedo de la gente, por un lado, era recibir un papel que no valía nada o lo que era peor: terminar inmerso en una eventual investigación para establecer el vínculo entre el tenedor del billete y el robo. El fin de semana, cuando según los comerciantes se hacían las ventas de los mayores montos, el vaticinio de Asobancaria se hizo realidad: trancones de filas en los comercios y restaurantes por el tiempo que tomaba revisar billete por billete. Y si se encontraban uno, de todas formas, los cajeros no sabían muy bien qué hacer, según reportó en su momento este diario.

La desconfianza en el peso les dio popularidad a los cheques e hizo que algunas transacciones, por ejemplo, en la venta de ganado, se efectuaran en dólares. “Como en el mercado se le hace a todo, el viernes se conoció que en algunas ciudades del país se estaban promocionando billetes de $10.000 por $7.000”, publicó El Espectador en la edición dominical. Ese octubre los laminadores hicieron su agosto: la gente llevaba el recorte de prensa con los números de los billetes robados para laminarlos y poderlos llevar a todas partes.

En definitiva: quedó la sensación de que ahora era el público el que estaba pagando los platos rotos y de que el peso no tenía credibilidad. Entonces se empezó a hablar de sacar nuevos billetes con otro diseño y anticipar la emisión del billete de $20.000, que estaba planeada para 1995. En ese momento, la más alta denominación era la de $10.000, que llevaba como imagen a una indígena embera y símbolos alusivos a la llegada de Cristóbal Colón al continente, con motivo del quinto centenario de ese hecho.

Días después y como consecuencia de esta especie de caos, el Banco de la República, por instrucción de Ernesto Samper, echó para atrás el concepto según el cual los billetes robados no tenían poder liberatorio (de pagar cosas). Y, finalmente, el 26 de octubre la junta directiva del Emisor sacó la resolución 32, que daba un plazo de tres años para que quienes tuvieran los billetes con la fecha de edición y número de serie correspondientes los pudieran cambiar. Esto no solo fue visto por algunos como un mecanismo de lavado, sino que fue pieza clave en un litigio con las aseguradoras.

La controversia entre esas empresas (Suramericana de Seguros y otras) y el Emisor surgió de la tesis según la cual el papel robado no tenía valor. Para las primeras, que pagaron al banco los $24.072 millones perdidos, no había detrimento para la entidad hasta que ésta no canjeara el papel robado por billetes legítimos (a la luz de la resolución 32). Decían que el Emisor debía devolverles la plata que no invirtiera en ese canje. Para el banco, aunque de forma irregular, los billetes salieron a circular con “plena aptitud como medio de pago con poder liberatorio”, según el laudo arbitral que resolvió el asunto en el 97.

De acuerdo con el Banco de la República, al ojo del público los billetes robados en circulación eran idénticos a la moneda emitida legalmente, lo que a su vez los convertía en un pasivo para la entidad. Los árbitros determinaron que el Emisor solo debía devolver la parte del dinero recibido de las aseguradoras que correspondiera a los billetes sin emitir que no hubieran sido presentados para canjear. Para 1996, según cita el laudo, aparte de la pequeña suma que se había logrado recuperar ($1.700 millones), la mayoría de la plata robada había sido canjeada o estaba en ese proceso (casi $17.000 millones). Intentamos hablar con voceros del Banco de la República para obtener su versión y datos sobre estos hechos, pero no fue posible.

“La verdadera víctima del robo he sido yo”

Colombia finalmente cambió sus billetes entre 1995 y 1996. El de $5.000, que llevaba a Rafael Núñez con motivo del centenario de la Constitución de 1886, y el de $10.000, diseñado por la artista Liliana Ponce de León, fueron reemplazados, respectivamente por el diseño de Juan Cárdenas, en homenaje a José Asunción Silva —pensado para ser originalmente el billete de $20.000—, y el billete de Policarpa Salavarrieta, en honor al bicentenario del nacimiento de la heroína de la Independencia, basado en un óleo de José María Espinosa en el anverso.

Por el lado judicial, las investigaciones demostraron que la participación de Winston Tarifa fue fundamental en los hechos, al igual que la de otros, como Jaime Bonilla Esquivel, considerado el coordinador del robo, asesinado en 2004. En medio de este atropellado proceso, Marco Emilio Zabala fue investigado, acusado y llevado a la cárcel por un crimen que no cometió. Por eso, afirma que él fue la verdadera víctima del robo y un “falso positivo” por cuenta de los señalamientos que hizo la Fiscalía.

Después del asalto, Zabala siguió siendo gerente de la sucursal durante un mes, hasta que fue llamado a Bogotá. Lo que pensó que sería una reunión con sus superiores realmente fue la entrega de una citación de la Fiscalía a una indagatoria, que rindió entre el 18 y el 21 de noviembre. El 22 recibió la carta de despido del Banco. Durante un año estuvo dando asesorías contables para sostenerse, hasta que el 31 de octubre, casi un año después sin que se resolviera su situación, su casa y oficina fueron allanadas y él, capturado.

La tesis que sostuvo la Fiscalía fue que Zabala había mandado reparar con demasiada urgencia el aire acondicionado que se había dañado la misma semana del robo. “Según la Fiscalía, el arreglo del aire acondicionado había constituido una colaboración con los delincuentes porque con el arreglo se les había dejado el edificio en óptimas condiciones para que ellos pudieran hacer su trabajo de perforación de la bóveda y todo lo que hicieron.”, dice el exgerente.

 

Sucursal del Banco de la República en Valledupar.   / Archivo particular

Duró 33 meses privado de la libertad y consiguió pruebas para demostrar su inocencia. Entre esas estuvo el hecho de que la puerta que había que abrir para prender el aire no fue abierta entre el sábado en que terminó la reparación y después del robo. Además de los testimonios de los guardias que dijeron que el aire no se había encendido, “quedó demostrado que no lo podían prender porque hubieran puesto a circular el humo por todo el edificio a través de todos los ductos (…) Hubiera sido una forma de delatarse de una manera inmediata”, explica Zabala.

En la última audiencia, después de que los fiscales fueron cambiados, la fiscal Diva Coronado “en un acto de gallardía, reconoce que no encuentra en el expediente fundamento para una acusación”. En marzo de 1998, Zabala fue absuelto por el juzgado cuarto penal del circuito de Valledupar al demostrarse su “completa inocencia”. En libertad, endeudado y con el estigma de haber pisado una cárcel, intentó recuperar su vida estudiando y hasta montando una panadería.

Demandó al Banco por el despido sin justa causa, pelea que ganó. También, al Estado por la privación de su libertad. Perdió en primera instancia, pero en la segunda, el Consejo de Estado le dio la razón. Sin embargo, el alto tribunal no tenía elementos para cuantificar la reparación, por lo que trasladó el expediente a Valledupar, pero, al regresar, los papeles se perdieron. Después de dar muchas vueltas, incluso consiguiendo la guía de envío de correo de 4-72, dio con que lo más probable era que el expediente hubiera llegado por error a la Corte Constitucional, en donde, incluso con derecho de petición de por medio, no le resolvieron la situación.

El Tribunal Administrativo del Cesar ordenó la reconstrucción del expediente, y así se hizo. Fue trasladado a Bogotá, en donde llegó al despacho del magistrado Martín Bermúdez Muñoz, y está listo para fallo. Zabala lo sigue esperando para poder hacer efectiva su reparación. “Son 25 años del robo al Banco de Valledupar y todavía sigo clamando justicia”, concluye.

 

 

 

 

 

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